Querido Padre Celestial,

Alabanza

Se me llenaron los ojos de lágrimas al escuchar las palabras destrozadas de Jerusalén: “Yacen por tierra en las calles jóvenes y ancianos; mis vírgenes y mis mancebos han caído a espada. Has matado en el día de Tu ira, has hecho matanza, no has perdonado” (Lm 2:21). Pero al mismo tiempo, me doy cuenta de que estas palabras venían de Ti. No Te complaces nunca en la muerte del impío, y lamentabas tener que destruir la ciudad que tanto amabas. Así es como eres Tú, Dios— ¡Te alabo!

Hoy en Tu Palabra

Hoy me dijiste la primera parte de Tu lamentación sobre la destrucción de Jerusalén. El libro de Lamentaciones consiste en cinco poemas, un poema por capítulo. Los primeros cuatro poemas son en forma de acróstico, y el quinto y último es único por tener 22 líneas (según el número de letras en el alfabeto hebreo), pero no se usa la estructura alfabética. Escuchamos las voces de varias personas en estos poemas. El profeta sirve de narrador a través del dolor, y la ciudad de Jerusalén, personificada como una mujer, desempeña el papel de un testigo presencial de las cosas terribles que sucedieron en ella. Estas dos voces hablan por turno hasta el momento en que el pueblo mismo de Jerusalén ofrece su lamentación colectiva (Lm 4:17–20). El libro concluye con una oración, pidiendo que Tú los recordaras y restauraras (Lm 5). En conjunto, el libro de Lamentaciones responde a la pregunta: ‘¿Cómo debe responder Tu pueblo al juicio terrible que le había sobrevenido por causa de su maldad?’ Primero, debían darse cuenta del nivel al que habían descendido. En el pasado, Jerusalén había sido una ciudad “de tanta gente”, “la grande entre las naciones”, “la princesa entre las provincias”, “la perfección de hermosura”, “el gozo de toda la tierra”, llena de “cosas preciosas” y poderosa en “sus baluartes”. Esta grandeza había venido de Tu bendición, no de sus propios esfuerzos. Segundo, debían reconocer lo que les había llevado hacia su destrucción—“Porque el Señor la ha afligido por la multitud de sus transgresiones” (Lm 1:5, 8, 18). La ciudad no fue destruida por el pecado de una sola generación, sino por la maldad de generación tras generación. En ellas, los hijos seguían el legado dejado por sus padres, un legado de idolatría, homicidio y perversión. Tercero, debían aceptar la pena y el dolor de Tu juicio. No era un castigo que podían rechazar—era una pena que se debía sentir, un dolor que debía hacer que sus ojos derramaran agua (Lm 1:16). ‘No olviden este dolor’, grita Lamentaciones. ‘Dejen que tenga lugar permanente en sus corazones. ¡Que la memoria de la ira de Dios provocada por el pecado siempre esté en sus mentes!’

Reflexión

El profeta dijo: “el Señor la ha afligido” (Lm 1:5). Esa frase me llamó la atención, y medité sobre su verdad. Eres un Dios que cuando estás enojado, impones el dolor y la pena. Pero nunca me castigas solamente para hacerme daño—el dolor que me das siempre tiene el propósito de juzgar mi pecado y devolverme del camino que va hacia la destrucción. De hecho, ¡Tu castigo me muestra cuánto me amas!

Petición

Padre, imprime en mi corazón las lecciones que Lamentaciones enseña— ¡ojalá que yo nunca traiga tal juicio sobre mí mismo! Ayúdame a rechazar el pecado antes de que me destruya, y dame la gracia para aferrarme a Ti por amor.

Agradecimiento

¡Gracias por amarme tanto que estás dispuesto a disciplinarme por mi pecado! Le doy la bienvenida a Tus reprensiones, ¡y aprecio Tu vara!

En el nombre de Jesucristo, Amén.

Versículo de Meditación: Lamentaciones 1:18.